08 junio 2008

LA HABITACION FRÍA (por Encarna Navarro López)


La habitación estaba fría; muy fría pero a ella siempre le había gustado sentir el invierno en su cuerpo fino y delgado y ahora cuando las primeras tormentas de noviembre se dejaban caer sobre la recia techumbre del viejo caserío, ambos se sentían tan felices como años atrás.

La amplia estancia disponía de una antigua chimenea que, por su estado, parecía haber sido usada por última vez hacía muchos siglos.

El calor no es bueno para los libros, se decía a si mismo Alberto; además a ambos nos gusta saborear el frío del invierno ¿verdad? Y comentaba esto mirando con ternura a su amada Cristina, mientras esta tomaba lentamente una infusión.

Ella siempre había tenido el hábito de subir una de sus flexibles y delgadas piernas en la silla en que cenaba; adoptando una posición de gracilidad propia de una bailarina de ballet que a Alberto siempre divertía. Mientras ella tomaba sus hierbas, Alberto recorría con su mirada el amplio y lúgubre espacio, muy mal iluminado por unas escasas velas. Nunca se había fijado en lo extensa que era su biblioteca y cuantas horas de juventud, si alguna vez fue joven, había dedicado a la lectura.

La maciza biblioteca llegaba hasta el techo, muy alto, cubriendo por completo las paredes de la habitación; y una escalera corrediza facilitaba el acceso a los libros más elevados que eran los que Alberto rara vez consultaba. Simplemente estaban allí porque eran su pasado. Nunca quiso deshacerse de ellos porque alguna vez los leyó y Alberto estaba convencido de que en un libro, una vez leído, pasaba a formar parte indisoluble del alma humana, de sus sueños y recuerdos. Tirarlo, por tanto, era tirar un fragmento de su vida y ya había perdido demasiado como para seguir dejando lastre...

Llevaba varios días leyendo a su amada Cristina una vieja y desgraciada historia de amor que a ambos siempre emocionaba; las cartas de amor de Julián y Eloísa, aquellos ardientes amantes que antepusieron su corazón a las rígidas normas de sus familias...Su único vínculo fue la palabra. Nunca dejaron de escribirse y sus corazones, aunque la unión en este mundo fuese imposible, siempre latieron juntos.

A Cristina siempre le gustaba que Alberto le leyera algún capítulo de un libro de amor romántico, tan bellos por imposibles, y Alberto disfrutaba haciéndolo mientras, con disimulo, la miraba de reojo para ver sus vidriosos ojos verdes y su rubio cabello cayendo descuidado sobre sus hombros. Su mirada reflejaba en cada instante lo que él leía, pasaban de la tristeza a la alegría. Alberto quería prolongar ese momento idílico, leyendo pausadamente, y sólo de vez en cuando interrumpía la lectura para contemplarla, o comentar algún pasaje.

Hacía mucho frío esa noche y Cristina estaba muy silenciosa; pensativa; imaginó él. Se le ocurrió encender la chimenea pero sabía que eso a ella le desagradaba y cambió rápidamente de idea, mientras se daba vaho en las manos.Afuera, en la negra noche sin estrellas, refulgían los relámpagos y un rayo cayó muy cerca. Escuchó como la empalizada de madera del jardín se derrumbaba en sorda y pesada caída y una luz cegadora inundó durante un segundo la estancia. Oscuros rincones que durante años habían permanecido ocultos en la sombra, surgieron de las tinieblas en que se guarecían mostrando una nueva cara. Allí vio Alberto apiladas varias cajas de madera conteniendo fragmentos de su pasado bajo la forma de amarillentas cartas de amor; allí vio durante ese segundo el viejo busto de Palas atenea que ambos compraron a un extraño anticuario y que bajo la sorpresiva luz, mostró una expresión de crudeza más blanca y marmórea que la muerte misma.

Alberto miró de nuevo a su amada Cristina que seguía apoyada en la mesa en su posición de bailarina y fue entonces cuando le pareció ver que una lágrima se deslizaba por su mejilla.

Pensó que quizá el rayo la había asustado, pero ambos estaban acostumbrados a pasar largas noches de invierno en la vieja casona y las tormentas solían ser muy violentas. ¿Qué te pasa?, le preguntó. Pero Cristina siguió silenciosa. Seguía mirando fijamente la taza de infusiones, vacía desde hacía tanto tiempo...

Fue entonces cuando Alberto se dió cuenta de que la luz brillante del rayo que a intervalos invadía la lúgubre tranquilidad de la biblioteca refulgía, ahora permanentemente, a través de los ventanales. Y ya no hacía frío en la estancia.

Poco a poco el calor fue filtrándose por los muros y sintió que empezaba a ser sofocante. Temió entonces por su amada Cristina y se volvió bruscamente para mirarla.

Seguía en su sitio, pero ya no disimulaba su temor y unas claras y definidas lágrimas surcaban su cara angelical. Durante unos segundos Alberto siguió aquellas lágrimas recorriendo sus mejillas, lamiendo su fina barbilla y cayendo, como las hojas de otoño, sobre la mesa. Y al estrellarse contra le mesa formaban pequeños círculos irregulares que, en su aturdimiento, le parecieron pequeñas estrellas brillantes, como aquellas que solían observar juntos en las noches de verano.

No llores más, mi amada, estoy aquí contigo. Seguimos juntos, como siempre hemos estado. Espera, dijo Alberto, te abrazaré como se que te gusta. Y se dirigió hacia ella, mientras las llamas empezaban a lamer lentamente el extremo de la negra cortina, que ahora cobraba un titilante color violeta.

Notó al abrazarla un calor tibio que hacía mucho tiempo no la acompañaba y se fundió con ella tan profundamente como cuando era real. Notó sus lágrimas, notó su cera recorriendo sus brazos protectores que la enlazaban y le pareció sentir el pálpito de un corazón que, de nuevo, latía junto al suyo. No sintió dolor alguno cuando el fuego les envolvió y cerró dulcemente los ojos...

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